Wednesday, November 21, 2007
Discurso del presidente de la República Dominicana, Dr. Joaquín Balaguer Ricardo ante la 1ra. Cumbre Hispanoamericana de Presidentes
Su Majestad, Juan Carlos I, Rey de España;
Señor Presidente del Gobierno español;
Señor Presidente de México, nuestro ilustre anfitrión en la Primera Cumbre Iberoamericana;
Señores Presidentes ausentes, pero presentes en este hemiciclo, como lo están en nuestros corazones, Carlos Andrés Pérez de Venezuela, Gaviria Trujillo de Colombia, e Ingeniero Fujimori del Perú; colegas, queridos colegas; Amigos y amigas; Representantes de instituciones internacionales, Españoles todos:
La familia ibérica se reúne hoy en Madrid, erigida en capital cultural europea para fortalecer su solidaridad, y para revisar las metas impuestas por su destino común a los pueblos de origen ibérico.
Poca atención merece, a mi juicio, la tormenta declamatoria que se ha elevado en ambos continentes, el nuevo y el viejo, en torno a la supuesta inconveniencia de conmemorar la hazaña histórica del Descubrimiento de América, ridículamente minimizada por quienes dejan de tomar en cuenta la importancia que tuvo aquel acontecimiento, no sólo para un mejor conocimiento del cosmos, sino también para la extensión a un continente hasta entonces desconocido del poderoso acerbo cultural de las grandes naciones occidentales.
Se comienza, en ese vano intento por reducir la importancia histórica del Descubrimiento, con empequeñecer la imagen de Colombia, con desfigurar la personalidad de aquel ser extraordinario de quien se podría decir, como ha dicho Ortega y Gasset de Julio César, que ha sido una de las mayores fantasías de la historia.
Ha sido Alejandro Humbold, quien con más énfasis ha reconocido y proclamado los sueños de Colombia. Y esa opinión adquiere en este instante importancia singular por tratarse de un libre pensador, es decir, de un hombre del siglo XVIII, formado intelectualmente en la Escuela de los enciclopedistas, de los que hicieron posible, no sólo la Revolución Francesa, sino también la implantación en todo el orbe civilizado de instituciones políticas y religiosas más liberales.
Humbold también ha destacado con énfasis el valor científico de las observaciones hechas por Colombia, y las cuales, según el cosmógrafo alemán, han servido de base para la formación de una nueva física terrestre. Esas observaciones, como se sabe, versan sobre las variaciones magnéticas, de tanta importancia para la astronomía naútica, sobre la inflexión de las líneas isotermas, sobre la configuración goegráfica de algunas partes del continente, principalmente la de Las Antillas, y sobre la relación que existe entre la extensión de los mares y la de los continentes.
La importancia del Descubrimiento de América aparece sintetizada en la frase del historiador López de Gómera quien, escribiendo con la naturalidad ingenua de los cronistas primitivos, ha afirmado que la cosa más grande después de la creación del mundo, sacando la encarnación muerta de quien lo crió, ha sido el Descubrimiento de Indias. Pero la importancia de un acontecimiento de esa naturaleza, con tanta incidencia sobre el futuro y sobre el presente de la humanidad, tenía que despertar, como despertó, envidias y recelos en otras naciones igualmente colonizadoras.
La leyenda negra junto a la Conquista y contra la nación, contra España, se inicia con la publicación del libro del abate francés Guillermo Raimal, ha sido con frecuencia calumnioso y con los ataques que no pocos españoles, amotinados contra su propia patria, lanzan contra la conquista y contra la colonización por motivaciones políticas que no honran a nadie. y menos que a nadie a sus autores.
Aceptemos la validez de esas acusaciones, convengamos en que en la conquista de América se unieron la crueldad y la codicia para convertir la más grandiosa de las epopeyas que hasta hoy conocemos en una especie de animal híbrido, mitad hombre y mitad caballo, como el centauro. En este caso, para convertirla en un proceso en que participan, casi en las mismas proporciones, el heroísmo y la barbarie.
Pero yo me pregunto, ¿en qué acción bélica, en qué hecho de guerra, sea cuál sea el siglo, y sea cuál sea la nación que lo realice, no se derrama sangre humana, y no se violenta, por fuerza o por necesidad, el orden natural de las cosas?.
Hoy mismo, a pesar de que nos hallamos apenas a unos cuantos pasos para la apertura del tercer milenio de la era cristiana, ¿no hemos visto en el Medio Oriente, en pleno Golfo Pérsico, temblar la tierra bajo los cascos del caballo de Atila?, y ¿no hemos asistido, varias décadas atrás, en Africa del Sur, con los Boers, a la repetición del abominable espectáculo descrito por tito Livio como las orcas taurinas?
Pero fueron españoles, y españoles de pura cepa, los que mostraron mayor repugnancia ante esta serie de crímenes contra la Humanidad. Fue la Reina Isabel la Católica la primera que se preguntó a sí misma y preguntó a sus asesores eclesiásticos, si tenía o no la facultad de coartar los derechos de los indios, si podía o no imponer a los aborígenes del continente americano una voluntad extraña. Es decir, fueron los propios dirigentes y los propios conductores de aquella sociedad de teólogos de soldados los que se plantearon, como una crisis de conciencia, el problema de la legitimidad o la ilegitimidad de la conquista, el camino a seguir -en una palabra- ante las nuevas situaciones que la presencia de España debía necesariamente promover en las tierras recién descubiertas.
Para apreciar en toda su magnitud la moralidad y la nobleza de esa actitud, hay que tener presente que todo esto sucede en los principios del siglo, en las postrimerías, perdón, en las postrimerías del siglo XV, y a los finales de la siguiente. En esos momentos, España era la nación más poderosa del mundo. Cualquier ciudadano español podía entonces empinarse, por ejemplo, sobre una de las cimas de los Pirineos, para contemplar imaginativamente desde allí, sobre toda la extensión de la tierra, las lanzas victoriosas de un imperio en cuyos dominios no se ponía el sol.
España autorizó, le iva a haber autorizado, naturalmente, excesos durante la conquista. Pero si hubo, durante la conquista, vandalismo, esos vandalismos, esos excesos, si no quedan redimidos, merecen por lo menos ser excusados ante la decisión de la Reina Isabel la Católica y de sus sucesores de proseguir su obra en América, con el objeto, con el único, con el principal objeto de salvar el alma de los indios, ungiéndolos con el crisma romano.
España, en esa ocasión, como en muchas otras, procedió, según la conocida expresión de Shakespeare, como Dios que hiere para salvar a lo que más ama, a sus propias criaturas, y obró como la espada de Aquiles, que según el verso homérico curaba las heridas que ella misma hacia.
El defensor de los indios, el abogado de los aborígenes de América, no fue Erasmo, ni fue Lutero, ni fue ninguno de sus secuaces, fue, por el contrario, un humilde fraile que surgió de la nada para adquirir de repente celebridad mundial, por los gritos que lanzó desde el púlpito para pedir un trato más justo para los indios. Por la pasión, convertida en cólera, en cólera sagrada, con que denunció las demasías de la conquista, y con la vehemencia con que sentó en el banquillo de los acusados a su propia patria, con el pretexto de poner sobre ella la majestad de la justicia.
He mencionado, como obviamente lo habrán advertido los que me escuchan, a Fray Bartolomé de las Casas,
Hubo un segundo fraile, también español, de genio menos violento, pero no menos erguido, quizás de mayor amplitud y de mayor profundidad de alma y de pensamiento, Fray Pérez de Córdova, lo que equivale a decir también montesino, que fue el primero en declarar que los indios eran seres humanos y que sus derechos inmanentes procedían de Dios, y eran, por consiguiente, anteriores y superiores a toda ley escrita.
Hubo un tercer fraile, igualmente español, Francisco de Vitoria, creador prácticamente del Derecho Internacional Público, tal como esa disciplina se concibe y se practica en nuestros tiempos, quien en sus relaciones levantó el primer y el más alto monumento que se haya erigido jamás en honor de la convivencia pacífica y civilizada, que todavía hoy patrocina precariamente en los foros de las Naciones Unidas.
En 1533, cuatro años antes de que el Papa Pablo III expidiera la Encíclica "Sublimis Deus" sobre la legitimidad de la conquista y sobre la evangelización, llegó a Santo Domingo de La Española, en la propia nave imperial de Carlos V, Francisco de Barrionuevo, investido con la representación personal de la más grande y de la más poderosa autoridad de la época, para suscribir con el Cacique Enriquillo un tratado sui generis, en que se reconoce el derecho de los indios a escoger sus propias autoridades y su derecho a vivir y a trabajar sin interferencias extrañas, bajo los cielos nativos.
La pequeña isla de Santo Domingo se convirtió así, gracias a Carlos V y a tres frailes españoles, en el centro de un movimiento ecuménico, que varios siglos después debía culminar con la Declaración por la Revolución Francesa de los Derechos del Hombre, y que, desde un principio, se estructuró sobre la base de que el ser humano, como el primer ente de la creación debía ser el objeto y el fin de toda acción que se emprende en la tierra, para exaltar la sociedad universal, o para dotar a esa sociedad de mejores hombres y de mejores instituciones.
Arturo Arnaiz, citado por el historiador mexicano, José Luis Martínez, en su reciente semblanza sobre Hernán Cortés, afirma que la conquista de México la hicieron los indios, y la independencia los españoles. Ese juicio, falso o no, podría extenderse a toda América, porque nuestro continente ha sido el único en que los conquistados se han fundido para formar una sola masa, física y espiritual, con los conquistadores.
El mestizaje, curiosa aleación de los metales heróicos que se asocian en la sangre de nuestros aborígenes, y en la de los descendientes que llegaron con Colón hasta este otro, hasta aquel otro lado del Atlántico, quizás no sea la raza cósmica descrita en su fascinante retórica por el maestro José Vasconcelos, pero sí es, con seguridad, y sin reservas, la fusión de dos culturas, o si se quiere, de dos civilizaciones.
Los recién llegados no se mezclan, sino que se funden con los naturales, para que el genio de Lope de Vega, de Cervantes, de Góngora, de Alfonso el Sabio, o de San Isidro de Sevilla, resurja con pujanza masónica varios siglos después, en las leyendas épicas del Inca Garcilaso, y en las melodías de Sor Juana Inés de la Cruz.
La piedra de nuestra raza se solidificó apenas en menos de quinientos años, porque esa piedra era más pura que el diamante, que necesita dos veces esa duración para su cristalización milenaria.
En Sevilla, sede del más importante de los certámenes con que será conmemorado el Descubrimiento de América, el Quinto Centenario del Descubrimiento, el Director de la Real Academia Española, el Ilustre intelectual Don Fernando Lázaro Carreter, ha dicho que la mayor fuerza entre España y los países americanos es la unidad, que no la conformidad, o no la uniformidad, de la lengua que comparten y que los une.
Saludo con júbilo esas palabras ilusionadas e iluminadoras.
La República Dominicana también propuso en la Cumbre de México que se diera el cuidado y atención al español; que para Iberoamérica, el español era importante, porque si Iberoamérica existe, existe principalmente por el idioma en que nos comunicamos, que los idiomas son también seres mortales. El latín, que compartió con el griego durante varios siglos la cultura clásica, desapareció casi conjuntamente con el Imperio Romano.
La popularidad y el prestigio de un dominio crecen o disminuyen según crezca o disminuya el poderío político, económico, militar, etc..., de las naciones que lo profesen como su lengua nativa.
El crecimiento de los Estados Unidos, y la influencia que ese país ejerce sobre el mundo, han dado lugar a que el inglés se convierta en el instrumento de expresión favorito, no sólo en la ciencia, sino aún, cuando ello es posible, en la creación literaria.
Urge, pues, que Iberoamérica comprenda que Iberoamérica no es sólo carne, economía, sino también espíritu, cultura. Urge, por consiguiente, que se adopten medidas para la conservación y la mayor pureza posible del idioma español, del idioma en que se ha escrito el mejor libro del mundo, después de la Biblia, el Quijote, para que el español sea, como debe ser, una de las lenguas más dignas de recoger el pensamiento de los hombres, cuantas veces el pensamiento de los hombres se eleve hasta Dios, con la esperanza de que su voz sea oída en los cielos inmortales.
Muchas gracias.
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